Bueno, después de la tormenta viene la calma. Después de un largo y difícil proceso, de cruce de acusaciones y de guerra de campos pagados, los rectores de las universidades públicas miembros de CONARE y los ministros de gobierno, llegaron a un acuerdo sobre el FEES.
Todos los recursos que un país pueda invertir en educación, son, a la larga, una buena inversión. Desde ese punto de vista, el FEES debe ser tan grande como se pueda y hacen bien los rectores en aspirar a máximos. Por otra parte, las necesidades sociales sobrepasan los recursos de inversión disponibles, por lo que los ministros de la Comisión de Enlace, todos ellos académicos connotados, deben procurar una asignación de recursos de acuerdo a las necesidades globales de la sociedad, con las restricciones que impone la disponibilidad de aquellos. Desde esas dos perspectivas, parece que se impuso el sentido común, lo que se refleja en la firma del acuerdo logrado. Las acciones de grupúsculos de funcionarios universitarios (no me atrevo a llamarlos trabajadores) y de algunos estudiantes, que se oponen al acuerdo e intentan implementar iniciativas de oposición, no pasan de ser anecdóticos.
Pero el FEES tiene otra cara, relacionada con la forma en que las Universidades hacen uso de los multimillonarios recursos que la sociedad les otorga. Es obligación de los universitarios hacer un uso óptimo de esos recursos y de las autoridades universitarias garantizar que así sea. He estado vinculado a la Universidad Pública casi toda mi vida y desde hace más de 30 años he sido académico. En ese periodo, además de la docencia y la investigación, ejercí cargos de dirección académica, por lo que puedo decir que tengo un conocimiento suficiente de la institución universitaria, suficiente como para opinar con conocimiento de causa.
Reconozco el esfuerzo de las autoridades universitarias para mejorar el uso de los recursos que la sociedad les concede, pero queda mucho por hacer. En nuestras Universidades Públicas, por ejemplo, se encuentran profesores que no se mueven en el régimen académico, que se mantienen en los escalafones bajos y son incapaces de reunir los méritos suficientes para ascender. Lo único que acumulan son años de “emplanillamiento”. En no pocos casos, esos profesores reciben malas evaluaciones de sus estudiantes y asignarles carga académica se constituye en un suplicio para los directores de sus unidades académicas. Con esos profesores no pasa nada, el sistema es incapaz, en la mayor parte de los casos, de sacarlos del sistema.
Otro ejemplo del uso inadecuado de los recursos públicos se da en algunos proyectos de investigación, que se mantienen con vida por largos periodos, sin que se vean productos tangibles de los mismos. Viví la experiencia de conocer un instituto de investigación en donde algunos de los académicos se negaban a asumir tareas docentes, aún por en jornadas pequeñas, arguyendo su pertenencia al instituto de investigación, pero por otra parte, tampoco mostraban resultados de investigación de calidad aceptable. De nuevo, el sistema los mantiene por años. Con esos antecedentes, es fácil entender la poca o nula credibilidad que tienen los procesos de evaluación de las actividades académicas, que aunque detecten los problemas, no aseguran su solución.
En fin, la bola ahora está en el tejado de las universidades. Estas deben seguir en el camino de optimizar la utilización de los miles de millones de colones que la sociedad les otorga, no hacerlo sería un crimen ya que esos recursos podrían resolver problemas de necesidades básicas de sectores importantes de la población, aún más básicas que la educación.
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