Sunday, February 18, 2007

La dura vida del blogero


Jorge Camacho Sandoval

Tuve la suerte de tener unos padres que me inculcaron el gusto por la lectura. En una familia de siete hermanos, con un solo salario como ingreso familiar, mi padre siempre procuró que algunos colones se dedicaran a la compra de libros. Aún comparten los libreros familiares, la colección completa de la Enciclopedia Británica, el Tesoro de la Juventud y muchas otras obras, adquiridas seguramente a plazos y con mil esfuerzos.

Sin televisión, recuerdo las lecturas en voz alta de mi padre, rodeado de sus hijos sentados en la sala, todo un símbolo de unos valores que ahora no se cultivan con tanto ahínco. Luego, en la escuela, la Niña Rosario Quesada de Protti, fortaleció ese gusto por los libros.

Mucho más tarde, pero derivado del gusto por la lectura, vino el gusto por escribir. Primero, como profesional joven y académico de una universidad pública. Para ascender en el régimen académico no quedaba más remedio que publicar, así que empecé por escribir resultados de investigación en revistas científicas. Luego, se hizo necesario intentar llevar el mensaje técnico a los usuarios finales, por lo que también empecé a escribir artículos de divulgación técnica. Más adelante me metí en política universitaria, coincidiendo con el inicio de internet y empecé a usar esa herramienta para opinar sobre temas universitarios, ampliando luego a temas de interés nacional, con esporádicas apariciones en periódicos nacionales.

Finalmente, apareció el medio ideal, el blog. Se podía escribir sobre lo que a uno le diera la gana y como le diera la gana, sin intermediario ni censura y claro, sin garantía de que alguien leyera tus opiniones. En todo caso permitía disfrutar del placer de escribir sin ningún estrés. Al menos eso creía yo. Luego algunos blogueros empezaron a visitar la bitácora y a expresar sus propias opiniones; bueno, eso era el sumun, no solo disfrutaba de escribir, sino que además algunas personas leían y opinaban sobre lo que yo escribía, fantástico, caldo de pollo para el ego, podría decirse.

Pero lo que no tiene minga, tiene mandinga, decía mi abuela. Cuando por razones de tiempo disponible espacié mis participaciones en la bitácora, algunos benevolentes colegas blogueros empezaron a preguntar si el blog se había muerto. Qué maravilla, no solo leen tus opiniones, sino que notan tu ausencia si dejas de escribir por algún tiempo. Pero claro, ya no solo se trata de escribir cuando te apetece, hay que tener en cuenta que algunos colegas visitan tu bitácora periódicamente y no debe uno dejarlos en el olvido.

El blog no solo te ofrece el placer de escribir, el honor de que algunos lean tus opiniones y te compartan las suyas, sino que, como diría un artista, te impone la obligación de estar pendiente de tu público.

Es dura la vida del bloguero, quién lo iba a imaginar.